Un estudio realizado por Oliver Robinson, de la Universidad de Greenwich (Londres), revela que mucho antes de cumplir los cincuenta sufrimos una crisis previa con similares síntomas: inseguridad, depresión, soledad... Ocurre alrededor de los 30 años, cuando los adultos sienten la "presión de triunfar antes de cumplir los 35". Según el investigador, normalmente esta crisis atraviesa fases: primero el "adulto joven" se siente atrapado en sus opciones, siente un fuerte deseo de cambiar, dedice dejar su trabajo o su relación sentimental y probar nuevas experiencias, y finalmente recupera el control y empieza una nueva vida más centrada en sus intereses y valores. Robinson dice que esta crisis es positiva y que el 80% de los sujetos, cuando mira hacia atrás, se alegra de las decisiones que tomó entre los 30 y los 35.
De acuerdo con el estudio, que se ha presentado en la Conferencia Anual de la Sociedad Psicológica Británica en Glasgow, el estrés en el trabajo, las relaciones de pareja y de amistad y las expectativas son los principales factores que desencadenan el conflicto interno. Además, Robinson concluye que los sujetos más vulnerables son adultos con educación superior, con fuertes deseos de tener éxito y con un concepto idealista con respecto a cómo debería ser su vida.
LA CRISIS DE LOS 40
Las crisis,
parecen encarnarse como cuchillos en cada etapa del ser humano. Los
especialistas aseguran que no existen, sino que en muchas ocasiones se
reiteran patrones de conducta que logran el efecto de etiquetar cada
período por el que se atraviesa.
Si de catalogar se trata, cuando llegan a los cuarenta, las mujeres se ven envueltas en una “segunda adolescencia”, mientras que el varón, experimenta los estragos del archiconocido “viejazo”.
Si de catalogar se trata, cuando llegan a los cuarenta, las mujeres se ven envueltas en una “segunda adolescencia”, mientras que el varón, experimenta los estragos del archiconocido “viejazo”.
La
infancia, dicen los pediatras es una época traumática y crítica en la
vida de un ser humano y así se instala la primera amenaza social a la
que se está expuesto.
La adolescencia puede llegar a ser la peor de las pesadillas. Si se sobrevive, se estará ingresando en la crisis de los veinte. Cuando se creía que se había superado ese ciclo, irrumpen los treinta y luego los cuarenta y así toda la vida transcurre de crisis en crisis.
La adolescencia puede llegar a ser la peor de las pesadillas. Si se sobrevive, se estará ingresando en la crisis de los veinte. Cuando se creía que se había superado ese ciclo, irrumpen los treinta y luego los cuarenta y así toda la vida transcurre de crisis en crisis.
LA CRISIS DE LOS 50
Llegar a la mediana edad —o tomar
conciencia de que se está llegando— supone un momento traumático. Un
punto de quiebre. Una etapa álgida que, en el caso particular de las
mujeres,
puede empezar mucho antes de sentir los primeros vaporones
de la menopausia.
El evento en cuestión
—la crisis— puede ser resultado de un proceso paulatino, suma de
pequeños e —en apariencia— inconexos e insignificantes hechos, y
desencadenarse de un día para otro, cuando se cae en cuenta de que los
hechos insignificantes en realidad no lo son. Al contrario, son
reveladores de una situación irreversible: la vejez está al lado.
Según la norteamericana
Cathy Hamilton, autora de Nosotras y nuestros síndromes (Amat
Editorial, Barcelona, 2001), en algún momento, entre los cuarenta y los
cincuenta años, cualquier exponente del sexo femenino —para hablar
solamente de nuestras congéneres— puede enfrentar el momento definitorio
al:
l Descubrir su primera cana
l Asistir a la boda del hijo de su compañera de universidad
l Sacarse, con pinzas, el primer pelo de la barbilla
l Comprarse los primeros zapatos cómodos
l Darse cuenta de que tiene “exactamente” el mismo aspecto que en la foto de la cédula.
l Descubrir su primera cana
l Asistir a la boda del hijo de su compañera de universidad
l Sacarse, con pinzas, el primer pelo de la barbilla
l Comprarse los primeros zapatos cómodos
l Darse cuenta de que tiene “exactamente” el mismo aspecto que en la foto de la cédula.
Otros síntomas —pienso
yo— que dan fe de la proximidad del “mal” serían: bolsas debajo de los
ojos, cansancio al amanecer, presbicia (necesito lentes hasta para
ponerme colorete en los cachetes), falta de atención (pero si yo siempre
pongo las llaves aquí), pérdida de elasticidad en el cuerpo (es que yo
antes podía hacer eso), patas de gallo que ya no se disimulan con base,
pelusa encima del labio superior (no, no es un bigote), lunares que se
multiplican (tampoco son verrugas, fíjate, fíjate bien) y darse por
enterada de la imagen ridícula que devuelve el espejo cuando se usa
minifalda o una blusa que deja el ombligo al aire.
Así como los hombres,
en circunstancias parecidas, usan bisoñé, compran motos de alta
cilindrada, se inscriben en gimnasios para sacarse abdominales o corren
detrás de cuanta muchachita se le atraviesa, las mujeres pueden también
reaccionar de manera brusca ante la evidencia de que se acabó la
juventud. Por eso, para esconder los estropicios, cualquier recurso
vale. Maquillaje, dietas, cirugías, tatuajes, peeling, electrólisis,
colágeno, spinning, ropa de diseñador, carros de doble tracción. Lo que
sea para disimular… hasta pretender que todo es mentira, que nada pasa:
si yo me siento igualita, soy la misma de siempre.
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